Fracaso y aprendizaje: El desafío de la política educativa para 2021
Fracasar no es una tragedia, ni una condición permanente. Las personas, las instituciones, los equipos de cualquier disciplina, los competidores de alto rendimiento, los gobiernos de cualquier ideología, los sistema educativos de cualquier país, son una trayectoria ininterrumpida de aciertos y desaciertos, una sucesión de éxitos y fracasos, un devenir continuo de buenas y malas decisiones, de buenos y malos diseños, de impactos deseados e insuficientes. El fracaso es parte intrínseca de la vida misma de individuos y organizaciones, y siempre nos ofrece la oportunidad de aprender, de revisar, de replantear y rediseñar para, al menos, no volver a fracasar por los mismos motivos, no tropezar dos veces con la misma piedra.
En educación, la palabra que mejor describe estos ocho meses de experimento en la Argentina no es pandemia, ni cuarentena, ni educación a distancia, ni aislamiento, ni inequidad, ni protocolo, sino fracaso. Los actores de la política educativa, sin plan B y dando la espalda a los incontables recursos que la época ofrece, se escudaron cobardemente detrás de decretos inoportunos, protocolos mal redactados y resoluciones disfuncionales, dejando a docentes, padres y alumnos liberados a su suerte.
Fracasamos porque la inacción fue la acción dominante de los administradores del sistema educativo durante este período, frente a este desafío repentino y novedoso. La ausencia de un diseño alternativo y de emergencia, sumada a la pasividad de los responsables de la política educativa, derivó en una experiencia de escolaridad distante forzada que estuvo motorizada por la voluntad y el esfuerzo individual de docentes y alumnos, y que resultó insuficiente para evitar el gran fracaso.
Fracasamos porque las evidencias así lo señalan. Alumnos desconectados, desincentivados, con la pólvora de la curiosidad mojada, escurridizos, mayoritariamente pasivos, que terminarán 2020 con las alforjas de saberes vacías, sin siquiera ser evaluados. Un informe del Banco Mundial indica que se perdieron el 88% de los contenidos planificados para cada año escolar, cifra que crece más aún en los niveles socioeconómicos más comprometidos. Si a esto añadimos que nuestro sistema venía mostrando grandes falencias en la calidad de los aprendizajes, señalado hace unos días por los resultados del Operativo Aprender de 2019, entonces el cuadro se vuelve doblemente contundente. Pero recuerde, el fracaso no es una condición permanente, ni un designio de la naturaleza. Tiene consecuencias, claro, pero no nos condena a perpetuidad.
Una de las consecuencias más importante de este ’embrutecimiento’ generalizado del alumnado, es que forzará a todo el sistema educativo, tanto escolar como de educación superior, a nivelar para abajo sus exigencias académicas y de admisión de cara al ciclo académico 2021, con el fin de poder recibir a los alumnos de los ciclos educativos anteriores. Los esfuerzos de escolarización distante forzada, los regresos graduales a la presencialidad en modalidad de burbuja y las actividades de revinculación, en poco alterarán este panorama, teniendo en cuenta la proximidad de la finalización del año. Son solo una suave briza que generará una sensación agradable en la superficie para algunos, pero que no altera en nada la sustancia de lo que ya no ocurrió.
La pregunta que deberíamos hacernos es, ¿para qué utilizaremos este fracaso? ¿Qué aprenderemos? ¿Cómo lo capitalizaremos? ¿Tropezaremos nuevamente con la misma piedra?
Pensando en el ciclo escolar 2021, es impostergable la necesidad de diseñar y poner en funcionamiento un auténtico sistema de educación a distancia para todo el alumnado del país, de todos los ciclos escolares, y con todos los contenidos requeridos por la currícula escolar. Debemos diseñar un puente alto y firme por donde siga fluyendo aprendizaje, esperanza y futuro, erigido por sobre el virus, por si el agua de la pandemia nos vuelva a amenazar y a confinar. Ese sistema podría y debería estar habilitado a partir del 01 de febrero para que los alumnos, tanto los que continúan como aquellos que se salieron del sistema, puedan retomar la experiencia escolar antes, a su tiempo y desde su hogar. Este diseño debería haber sido el plan B o de emergencia que en 2020 no tuvimos, y ya vimos cuáles fueron las consecuencias. Fracasamos, en parte, porque no nos advirtieron que una pandemia mundial nos podía guardar de prepo. Ahora que lo sabemos, ¿actuaremos? ¿Habremos aprendido? ¿Tropezaremos dos veces con la misma piedra?
Es altamente probable que se presenten olas de rebrotes del virus durante 2021, y que ello nos vuelva a confinar en nuestros hogares. Al menos, esa es la secuencia que estamos observado en muchos países de Europa, en donde van alternando presencialidad con virtualidad en un baile que el Covid-19 sigue imponiendo. Es por ello que el sistema de educación a distancia debe ser el plan A del próximo ciclo, el plan de juego principal. Si fuésemos directores técnicos de un equipo que debe jugar el mismo campeonato que este año, ¿acaso no diseñaríamos ese plan de juego nuevo? Tenemos valiosos meses para elaborarlo, todos los esfuerzos deberían estar concentrados en ese nuevo diseño, si lo que deseamos es no empecinarnos con el fracaso.
La educación a distancia posee múltiples beneficios, aún en tiempos de normalidad. Primero y principal, produce aprendizajes de calidad, lo cual ya está demostrado por múltiples estudios. Segundo, y no menos importante, se adapta a la perfección al desafío de tener que estudiar desde el hogar. Y si hace falta más conectividad en algunos hogares, se hace. Tercero, optimiza recursos del Estado, dado que con una arquitectura tecnológica sólida se puede servir a todo el alumnado del país. Parte de esos recursos liberados se pueden redireccionar a resolver los problemas de conectividad identificados en grupos vulnerables. Cuarto, permite apoyarse en estrategias pedagógicas y lúdicas de lo más diversas, habilitando el uso de múltiples recursos que la nube ofrece hace tiempo. Quinto, permite que se conecten todos y todas, los que siguen en la escuela y los que la abandonaron, abriendo la puerta a una verdadera revolución de regreso a la experiencia de los aprendizajes escolares. Y, por último y gracias a tecnologías de machine learning y de inteligencia artificial básica, permite habilitar mecanismos de individualización de las trayectorias de aprendizaje, ofreciendo a cada estudiante el mejor ritmo al que puede progresar.
No solo el fracaso del 2020 no es una tragedia, sino que puede ser la plataforma desde donde comencemos a construir un sistema más sólido, más ágil, más masivo y personalizado, más inteligente, más ajustado a la época y esta nueva coyuntura. Pero, para que eso ocurra, no debemos confundir un sistema de educación a distancia con este experimento grotesco, improvisado, inefectivo e ineficaz de escolaridad distante forzada que implementamos este año.