School Rubric

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El pacto del aula

Hace unas semanas, en un colegio cualquiera, la tutora de sexto se puso enferma. El médico le recomendó reposo. Al día siguiente una joven sustituta se hizo cargo de su clase. Lo primero fue hablar con la Jefatura de Estudios:

—Me gustaría ver la programación que sigue la compañera.

—¿Programación? —contestó con extrañeza.

—Sí, más que nada para saber qué toca hoy.

—No te preocupes, eso ya lo saben los niños. Ahora te lo dicen ellos.

“Vaya, que clase más responsable me ha tocado”, pensó la joven maestra, “se han hecho cargo de la información que su maestra les ha dado para transmitírmela”. Cuando se puso al frente del alumnado quiso felicitar al grupo por la madurez demostrada. Pronto descubriría que estaba equivocada.

—Profesora, no solo sabemos lo que toca hoy —le dijo una niña que había levantado la mano—. En realidad, sabemos lo que toca todo el curso.

—¿Y cómo es eso? —preguntó la maestra.

—Bueno, es fácil: hoy explicas el punto uno, mañana hacemos las actividades, que corregimos un día después y al final de la semana nos preguntas. Y así con el punto dos, el tres y el cuatro. Todos los temas tienen cuatro puntos.

“Vaya, que clase más responsable me ha tocado”
“Vaya, que clase más responsable me ha tocado”

A pesar de llevar poco tiempo trabajando, aquella maestra ya había vivido esa situación en otros colegios. Después de una pausa reflexiva dijo: “hoy vamos a hacer algo diferente”. Solo con esa frase, con esa simple declaración de intenciones, los ojos de la clase se iluminaron.

Como estaban estudiando las plantas, la docente propuso bajar al patio del colegio para que cada alumno dibujara un árbol. Después tendrían que averiguar de qué árbol se trataba. El conserje los plantó hace años y ayudó mucho en la investigación.

“hoy vamos a hacer algo diferente”
“hoy vamos a hacer algo diferente”

Quince días después, la maestra titular ya estaba recuperada. Volvió a clase y comprobó que todo había cambiado: la distribución de las mesas (agrupadas de cuatro en cuatro, y no en filas de a uno), el nivel de ruido (más elevado por el trabajo en grupo). ¡Los alumnos parecían divertirse! La sustituta le informó de la metodología que había seguido y de los buenos resultados que, a su juicio, estaba logrando. La respuesta no fue la que esperaba: “Me has hecho perder quince días. Ahora no podré terminar el temario”.

Esta experiencia de aula refleja un debate pedagógico que está por resolver: ¿seguimos educando con métodos tradicionales, avalados por su presencia en el aula desde principios del siglo XIX; o cambiamos esas herramientas haciéndolas más consecuente con los avances de las Ciencias de la Educación en el siglo XXI?

¿seguimos educando con métodos tradicionales, avalados por su presencia en el aula desde principios del siglo XIX; o cambiamos esas herramientas haciéndolas más consecuente con los avances de las Ciencias de la Educación en el siglo XXI?
¿seguimos educando con métodos tradicionales, avalados por su presencia en el aula desde principios del siglo XIX; o cambiamos esas herramientas haciéndolas más consecuente con los avances de las Ciencias de la Educación en el siglo XXI?

La educación del siglo XIX

La Revolución Industrial que convulsionó a la Europa del siglo XIX trajo consigo un nuevo modelo educativo. Urgía capacitar a los futuros operarios de las fábricas que proliferaban en las urbes. El puesto en una cadena de montaje requería: disciplina, concentración en tareas repetitivas, cumplir con unos horarios. La escuela se puso al servicio de la nueva y boyante economía, y encontró métodos eficaces para crear:

  • Un trabajador obediente. La disciplina de los castigos era habitual en las aulas del XIX. Marcaba la pauta para una relación didáctica vertical, unidireccional, áspera. El docente era poseedor del saber y lo transmitía en exposiciones magistrales. Poco tenía que decir el estudiante más allá de responder a las preguntas que ponían en tela de juicio su capacidad o esfuerzo.

  • Un trabajador infalible. Los errores se pagan caro en la industria y también en la escuela del XIX. Así que el alumno no debía crear nada, solo reproducir un conocimiento ya contrastado. En una secuencia que se repetía hasta la extenuación: explicar, ejercitar, estudiar, demostrar y esperar las correcciones (y la consecuente nota). La tarima, los deberes y los exámenes eran recursos estrella de esta metodología, que garantizaba el desarrollo de la capacidad de concentrarse en la aplicación de soluciones dadas a problemas cerrados.

  • Un trabajador adaptado. Los horarios de las fábricas, divididos en periodos de tiempo que finalizaban a golpe de sirena, se imitaron en la escuela. También se aprendió a trabajar de forma individual a pesar de estar rodeado de personas. ¡Cada cual a lo suyo! Los que se salían de la norma, los diferentes los “inadaptados” no eran bien recibidos en este sistema.

El mundo de hoy tiene poco que ver con aquella Europa industrial. Sin embargo, en muchos contextos pedagógicos perviven las reminiscencias de la escuela del XIX.

 «Si enseñamos a los estudiantes de hoy como enseñábamos ayer, les estamos robando el mañana»

John Dewey

Julio Verne fue capaz de anticipar una cantidad de ingenios poco antes de que se hicieran realidad, como el Nautilus de sus Veinte mil leguas de viaje submarino. La novela se publicó en 1870 y el submarino eléctrico de Isaac Peral fue botado en 1888. La lentitud que caracterizaba al progreso en su época facilitaba el acierto de estos vaticinios. Nuestra sociedad está marcada por la velocidad en la generación de conocimiento. No podemos seguir enseñando como nos enseñaron. Ni siquiera se puede educar pensando en que el mundo actual o los empleos que hoy conocemos no serán los mismos a unos años vista. Es imprescindible abrir una reflexión pedagógica, que nos lleve a enfrentar de forma sincera una trascendental pregunta: ¿qué pacto pedagógico hay en mi clase?

El pacto de los trenes

Un proceso de enseñanza y aprendizaje, con independencia de su naturaleza, conlleva un pacto entre dos partes. En la mayoría de las ocasiones, no se trata de un pacto explícito: no se habla de los términos del acuerdo ni se negocian las posiciones. A pesar de ello, el pacto está ahí, en las cabezas de las personas implicadas. La experiencia de clase con la que comienza el artículo refleja perfectamente los términos del acuerdo establecido, y cómo la maestra interina los cambió.

El pacto de la escuela del siglo XIX es inequívoco. Si nos pudiéramos meter en la cabeza del docente y del alumnado, posiblemente encontraríamos posicionamientos en los términos siguientes:

Docente: “Yo vengo aquí a enseñar y tú, alumno, vienes a aprender”.

Alumno: “Yo vengo aquí a aprender y tú, docente, vienes a enseñarme”.

Podría parecer que no es un mal pacto pedagógico. Los postulados son coherentes y compartidos por ambas partes, es lo que siempre se ha hecho, es la tradición. Yo prefiero llamarlo el “pacto de los trenes”.

El un pacto que podía proponer alguien que ostenta el monopolio del conocimiento en el aula. Un docente que gestiona el conocimiento como lo haría un ferroviario con sus trenes: hace circular a los alumnos por las vías del saber que se van construyendo en clase, a la velocidad constante que marca el flujo de información liberado en cada momento. Todos tienen claro qué había que saber al llegar a cada estación y también lo que espera al final del trayecto.

El “pacto de los trenes” era lógico en el siglo XIX y parte del XX. Sin embargo, la escuela ha cambiado mucho, tanto que se habla de la “cuarta revolución educativa”. Para comprender la magnitud de esta transformación basta recordar las anteriores. La primera revolución se produce cuando la educación deja de ser particular y se integra en instituciones colectivas; la segunda viene con la aceptación del estado de la responsabilidad de educar, en detrimento de la iglesia; y la tercera surge a raíz de la concepción de la educación como un derecho, y no como un privilegio. ¿Qué motiva el anuncio de una cuarta revolución? La respuesta hay que buscarla en los avances tecnológicos que han modificado nuestra relación con el conocimiento.

El pacto de los cohetes

La escuela ya no es -como antes- un centro de distribución de saberes. Los alumnos y alumnas de hoy no son trenes sino cohetes: viajan a lo desconocido, a una velocidad inusitada y sin seguir trayectorias similares predeterminadas. Esto no es un problema, el problema surge cuando se pretende elevar un transbordador espacial con el carbón de los antiguos ferrocarriles.

La escuela de hoy demanda un nuevo pacto pedagógico, que promueva experiencias de enseñanza y aprendizaje basadas más en formular preguntas que en proporcionar respuestas; más en disponer medios para acceder al conocimiento que en exponerlo en clase; o en descubrir lo que tus alumnos hacen mejor y utilizarlo como andamiaje para construir el aprendizaje.

El “pacto de los cohetes” entiende que el docente ha dejado de ser el fogonero que alimenta la locomotora para convertirse en el ingeniero que posibilita el viaje de los astronautas y se concreta en los términos siguientes:

Docente: “Tú quieres aprender y yo quiero que tú aprendas”.

Alumno: “Yo quiero aprender y tú, docente, vas a ayudarme”.

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Enrique Sánchez Rivas
Maestro y pedagogo. He trabajado en colegios públicos de Andalucía durante 10 años. Actualmente es director del Centro del Profesorado de Málaga y Profesor Asociado en la Universidad de Málaga. Es autor del libro Pedagogía vía Twitter.

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