No sabía nadar ni lo grande que es el mar. Una travesía desde Malí hasta Roma
Lassina Coulibaly tiene veintidós años. Le gusta componer canciones de rap, escribir poesías, diseñar y coser vestidos y leer el diccionario. Sí, leer el diccionario. Hace cuatro años Lassina vive en Roma, Italia, habla francés y bambara, viene de Malí. Una travesía de un año, de más de 3 mil kilómetros, lo condujo a Roma.
Malí es un estado de África Occidental sin salida al mar, confina con Níger, Burkina Faso, Costa de Marfil, Guinea, Senegal y Mauritania. En 1864 Francia colonizó a Malí y pasó a ser parte del África francesa occidental, bajo el nombre de Sudán Francés, que posteriormente proclamó su independencia en 1960 con el primer presidente electo Modibo Keïta.
Es el séptimo país más extenso del continente africano con 19 millones de habitantes. La agricultura y la pesca mueven su economía. Tiene grandes yacimientos de uranio y oro, pero hoy es una de las naciones más pobres del mundo.
Malí en la antigüedad fue una de las grandes potencias de África, gracias al dominio sobre la ruta transahariana del comercio, llegó a nacer el Imperio de Malí. Sin embargo, su esplendoroso pasado y su riqueza natural no beneficia el presente de su sociedad civil que vive los estragos de la guerra independentista de los Tuareg, quienes reivindican el establecimiento de un estado independiente en los territorios del norte de Malí. Esto, sumado la presencia de yihadistas, la debilidad del Ejército Nacional de Malí, la indiferencia de la comunidad internacional, el saqueo de sus recursos por parte de Occidente y a la fuerte interrelación entre presiones económico/ambientales, ha dificultado la resolución definitiva de un conflicto, desarrollado principalmente en una región que no aparece en los mapas, desértica, sin fronteras, gobierno o estado de derecho.
En este inhóspito territorio confluyen independentistas, Ejército, traficantes y terroristas. Aunque el campo de batalla es una región “lejana” los efectos de la guerra saltan como esquirlas sobre la población civil, sobretodo sobre las poblaciones rurales que lentamente han iniciado un éxodo masivo, huyen de una bárbara limpieza étnica y de la violencia que hace más de veinte años los destruye.
Así, en este panorama y desde el África más profunda, Lassina emprendió su viaje migratorio hace cinco años. Atravesó el desierto y el mar -ese que nunca había visto- hasta llegar al puerto de Lampedusa, en las costas italianas, un lugar inimaginado. Lassina se marchaba de casa pero no sabía muy bien a dónde iba, su ruta estaba marcada por prácticas culturales que ven a la migración como rito de iniciación para los hombres jóvenes, una migración que puede incluir recorridos nómadas más breves, pero su ruta también estaba marcada por las historias de vecinos, familiares y amigos que alguna vez se fueron esperanzados en reconstruir y mejorar sus vidas; su ruta estaba marcada por la narración constante de una especie de leyenda.
¿Europa? ¿qué es? ¿dónde queda? ¿cómo se llega? ¿cuánto dura el viaje? cuando Lassina abrazo a sus padres, hermano y demás familiares, no se había hecho esas preguntas y mucho menos tenía las respuestas: “Yo voy porque ya soy un hombre y me dijeron que allá se vive mejor, hay trabajo y se gana dinero”. Con esa certeza, mil dólares -producto de la venta de un pedazo de tierra y un préstamo a su padre- y la fuerza que su familia le atribuyó por ser varón, comenzó su nueva historia.
Un viaje de 365 días
La guerra y la pobreza de la mayor parte de la población civil, obliga a que muchas personas emigren, hacia otros países de África o Europa. El viaje migratorio suele durar meses, hasta años, debido a la extensión de los territorios, al costo y las dificultades para transportarse. Muchos jóvenes como Lassina atraviesan el desierto a pie; días y días de extenuantes caminatas, bajo el mando del calor abrasante del desierto y las disposiciones de los traficantes.
Muchos jóvenes como Lassina mueren en el intento. Desaparecen en las dunas doradas del Sahara, sin dejar huellas y sin la posibilidad de que sus cuerpos sean recuperados. Lassina lo logró y él mismo se sorprende por su extraordinaria fuerza y capacidad para reinventarse una vida en un lugar lejano y extraño, donde el paisaje, los colores, el idioma, los sabores, las formas, los gestos, los amores, los miedos y los sueños son diferentes.
Lassina salió de su casa, en Massigui (una pequeña localidad de 53 mil habitantes), y viajó un año hasta a Lampedusa, en Italia. Para ello, primero llegó a Agadez, en Níger, atravesó el desierto de los refugiados. Una parte del viaje la hizo a pie y la otra en una camioneta pick -up cargada con más de treinta personas: hombres, mujeres y niños, amontonados los unos sobre los otros, abrazados, como “sardinas en latas”, asegurando la propia vida porque si alguno se cae el conductor no se detiene. Las extremas temperaturas, las noches gélidas, la ausencia de comida y agua aseguran la muerte.
Agadez es el epicentro de llegada de miles de personas provenientes de África Occidental. Allí son distribuidas en grupos por los traficantes y llevadas a los ghettos donde esperan el momento de partir. Esta espera puede durar días, semanas y hasta meses, en condiciones extremas y muy precarias, suelen sufrir violencias de todo tipo y algunos no superan este pasaje. Lassina lo hizo. En Agadez, esperó su turno por tres largos meses, mientras lo hacía, trabajó levantando mercancía en el mercado. Reunió otro dinero para seguir adelante con su viaje. Lassina no sabe explicar muy bien cómo logró sobrevivir a una condición tan peligrosa; simplemente habla de coraje y de no poder volver atrás.
Llegó el momento de partir. Le esperaban unos 1.200 kilómetros de viaje a través del desierto hasta llegar a Libia. Es un trayecto de dos o tres días, cuesta entre 250 y 300 euros, una fortuna para quien como él huye de la pobreza. Esto también lo superó: “La fuerza de Alá nunca me abandonó”, dice. Es musulmán. Creo que tal vez la no absoluta conciencia de Lassina sobre su peligrosa travesía, en parte, lo ayudó a sobrevivir.
Una vez en Libia, Lassina perdió su dinero, no sabe dónde se lo robaron. No conocía a nadie. No sabía qué hacer. Digamos que la fortuna estuvo de su parte, conoció a un “fratello” (hermano) que tenía un taller de costura, la estrella que lo acompañaba se encendió iluminando su camino: En su hogar, en Massigui, su padre tenía un pequeño taller de costura donde trabajaba, así en que este nuevo lugar podía sentirse como en casa. Lassina trabajó en Libia durante seis o siete meses, cortando y cosiendo ropa 20 horas al día o más, en sus ratos libres iba al mercado a cargar ladrillos y así, a fuerza de coraje, construyó su propio puente hacia su nueva vida.
El 16 de octubre de 2014 Lassina partió desde el puerto de Trípoli, Libia. Junto a un número impreciso de personas “tal vez cuarenta o cincuenta”, subió a una pequeña embarcación. No había vuelta atrás. “Era muy tarde por la noche y el mar estaba tranquilo, yo subí feliz, porque ya faltaba poco. No sabía nadar, ni lo grande que es el mar ni lo difícil que es atravesarlo. De eso me di cuenta mientras lo atravesamos y ya no podía volver atrás. Tenía mucho miedo”.
No sabe bien cuánto duró el viaje y, ante mi pregunta no parece importarle mucho, lo que cuenta es que “llegué vivo a Lampedusa”.
Lassina ha transitado todas las condiciones de un migrante forzado, un viaje extremo, falta de dinero, soledad, falta de documentos, por supuesto miedos, falta de trabajo, maltratos, disturbios alimentarios por el cambio de alimentación, la imposibilidad de leer las letras del nuevo alfabeto. Lassina nunca fue a la escuela, pero todo eso es el material que constituye el coraje del que tanto habla. Me impresiona que no desconoce lo doloroso de su historia, más bien los resalta con dignidad porque sabe que de allí deriva su fuerza y su ingenio. Soy su profesora de italiano, como un niño desde cero ha comenzado a leer el nuevo alfabeto, a unir sílabas, componer palabras; a leer y descifrar su nueva casa: Roma, con sus complicaciones y hostilidades, pero también con su belleza. Lassina ha decidido consagrarse a la esperanza, aprendió italiano a fuerza de asistir religiosamente a su escuela de italiano y de leer el diccionario. Eso ya va teniendo resultados: comienza a trabajar como sastre, escribe y hace pequeños conciertos de rap; comienza a reconocer y valorar su extraordinario potencial y no olvida la enseñanza de su padre: “Hijo aprende a cortar y a coser, que la vida es eso”, no olvida esta frase y de paso me la enseña.
Las migraciones en el contexto de la política internacional suelen leerse como una estadística, es un fenómeno tan complejo y extenso que pocas veces hay espacio para analizar y valorizar cada historia, sí, historias porque dentro de esos números hay Historias de personas con una extraordinaria fuerza. Sea que se desplacen forzosamente, por guerra, por hambre, por pobreza, por motivos ambientales o simplemente siguiendo un sueño, imaginando una vida mejor más allá del horizonte, no hay nada que reste dignidad a un gesto tan extremo y tan importante como es el de dejar la propia casa. El único modo posible de conocer y comprender esas historias es contarlas.
En contexto
La Agencia de la ONU para los Refugiados, Acnur, estima que más de 100 mil personas arriesgaron sus vidas intentando llegar a Europa en 2018. Al menos dos mil, se teme que murieron ahogadas en 2018. Según Acnur, un estimado de 362.000 refugiados y migrantes arriesgaron sus vidas cruzando el Mar Mediterráneo en 2016, 181.400 personas llegaron a Italia y 173.450 a Grecia. En la primera mitad de 2017, más de 105.000 refugiados y migrantes ingresaron a Europa. Este movimiento hacia Europa continúa cobrando un alto número de vidas. Se cree que desde el inicio de 2017, más de 2.700 personas han muerto o desaparecido cruzando el Mar Mediterráneo.