School Rubric

Apoye nuestra misión de conectar y compartir información con educadores de todo el mundo.

Alumnado: de objeto modificable a sujeto transformador

Las leyes cambian y, con ellas, nuestra labor como docentes. Pero, cambien lo que cambien, ¿Cómo queremos ver a cada alumno o a cada alumna en las escuelas? ¿Cómo objeto modificable o como sujeto transformador? Reflexionemos sobre estas ideas.

La lista de programas compensatorios y de medidas de atención a la diversidad que se despliegan en muchos centros escolares de los países enriquecidos es enorme, todo con la supuesta intención de mejorar la escuela, fruto de ese incremento de inversión del que se alardea desde las políticas educativas. Estas acciones se plasman en los idearios educativos o en el presunto enriquecimiento de los planes de oferta de las enseñanzas de los centros escolares. Sin embargo, ¿está mejorando la escuela de esta manera como consecuencia de estas acciones? ¿Hay datos que lo evidencian?

En muchas de estas medidas y programas se reproduce de forma habitual la idea de que, a pesar de la supuesta flexibilización curricular favorecida teóricamente con los programas implantados, es el alumnado el que siempre debe adaptarse a estos, desde una habitual posición pasiva. La institución escolar, así, sigue siendo entendida por familias y alumnado como una entelequia que ocupa una posición hegemónica en una estructura jerárquica que permanece, década tras década, casi intangible y acorazada.

¿Acaso el alumnado no puede incorporar su bagaje creativo, identitario, cultural o artístico a la construcción de una escuela comunitaria que sientan como una parte de su ser?
¿Acaso el alumnado no puede incorporar su bagaje creativo, identitario, cultural o artístico a la construcción de una escuela comunitaria que sientan como una parte de su ser?

Sin embargo, en una educación que luche contra el abandono, “no es el estudiante quien debe demostrar que ‘merece’ una oportunidad a base de conseguir buenos resultados” (Aguado, 2010, p. 23), sino que este, en el reconocimiento -a través del diálogo colectivo- del valor que su identidad individual y su construcción cultural puede aportar, debe ser el eje sobre el que una escuela sitúe sus planes de mejora en forma de “contratos comunitarios” que la diferencien de otras:

Vivir de forma colectiva implica reconocer la diversidad como norma, asumir la diversidad de opiniones, de formas de ser, de capacidades, como riqueza; reconocer el conflicto como posibilidad para aprender a conjugar puntos de vista y sentimientos. En una escuela se vive, se convive; esa colectividad construida en el día a día desde un punto de vista relacional, conforma el principal valor de la entidad educativa, el valor que la distingue frente a las demás escuelas. Es posible pensar la educación desde un enfoque que reoriente su valor social; es posible vivir la educación como un encuentro de pensamientos, haceres y emociones. (Ballesteros, Mata, Espinar, 2014, p. 63).

Es cierto que, en ocasiones, el alumnado identificado por estereotipos manidos desde que entra en la escuela permanece invisible, ya que parece que no destaca por sus méritos ni habilidades que ya traen consigo en función de sus gustos, destrezas y preferencias, sino que pasa a ocupar un rol. Pasan, así desapercibidos, y estas habilidades se van apagando a medida que van subiendo en los cursos o etapas educativas, hasta que se olvidan del todo.

Sin embargo, en otras ocasiones los componentes de la escuela, como institución, sí que son conscientes de esta marginación simbólica que sufren determinadas personas, y, en esos casos, lo que permanece invisible es la voluntad institucional por cambiar esta inercia; aunque muchas veces el profesorado más sensible sí que lo intenta, se pierde ante la maraña burocrática o las elevadas ratios que lo atenazan en su labor humana.

Si esto es así, resulta difícilmente comprensible que las prácticas y programas de las que en teoría estos estudiantes deberían resultar beneficiados siempre, de acuerdo con los principios de la inclusión educativa, no se forjen desde su propia capacidad de participación y transformación de su entorno. ¿Acaso el alumnado no puede incorporar su bagaje creativo, identitario, cultural o artístico a la construcción de una escuela comunitaria que sientan como una parte de su ser?

Pertenecer a la comunidad

Una escuela inclusiva no tiene, así, que cambiar a las personas para que se integren en el sistema, sino que tiene que transformar el sistema para que todas las personas integrantes de una comunidad se sientan parte de él. En palabras de Parrilla, Gallego y Moriñas, esa perspectiva transformadora que debe adoptarse con los individuos que forman parte de una escuela tiene que conllevar “el interesante reto de considerar la participación directa y real de los grupos de afectados en los procesos de toma de decisiones sobre los mismos”. (2009, p. 230).

En el camino de esta búsqueda, la escuela debería plantearse cuántos estudiantes beneficiarios de estos programas y medidas de atención a la diversidad tienen participación desde un rol activo y participativo en la vida del centro, o cuántos de ellas y ellos forman parte, por citar algunos ejemplos, de los consejos escolares, de las juntas de delegados y delegadas, de los comités de participación, de los proyectos de mejora o de los equipos de mediación escolar, entre otros órganos que conforman el día a día de los centros educativos.

Hacerlos sentirse vivos en cada espacio, en cada rincón de la misma, no solo transforma la educación sino que, sobre todo, transforma las vidas de las personas que habitan en nuestras aulas.
Hacerlos sentirse vivos en cada espacio, en cada rincón de la misma, no solo transforma la educación sino que, sobre todo, transforma las vidas de las personas que habitan en nuestras aulas.

Estas fórmulas inclusivas no tienen por qué acarrear, per se, un incremento en la dotación de los recursos económicos, materiales o humanos asignados al centro, sino un reenfoque de los recursos con los que ya se cuenta, que se encaminarían hacia una estrategia de compensación real de las desigualdades estructurales y hacia la búsqueda de la justicia social a través del papel de las escuelas y todas sus personas integrantes: “cuando los valores se presentan de forma clara y son compartidos por la comunidad escolar, entonces se convierten en un enorme recurso para el centro escolar”. (Ainscow y Booth, 2011, p. 47).

Porque en la escuela, en definitiva, el papel de cada uno de sus integrantes es clave en la transformación de la sociedad. Hacerlos sentirse vivos en cada espacio, en cada rincón de la misma, no solo transforma la educación sino que, sobre todo, transforma las vidas de las personas que habitan en nuestras aulas.


Aguado, T. (coord.) (2010). Diversidad e igualdad en educación. Madrid: UNED.

Ballesteros, B., Mata, P. y Espinar, C. (2014) Ciudadanía sin escuelas. Límites y posibilidades del aprendizaje ciudadano. Revista nacional e internacional de educación inclusiva. Vol. 7, nº 2. 53-68.

Booth, T.; Ainscow, M. (2015). Guía para la Educación Inclusiva. Desarrollando el aprendizaje y la participación en los centros escolares. Madrid: FUHEM.

Parrila, A., Gallego, C. y Moriña, A. (2009). El complicado tránsito a la vida activa de jóvenes en riesgo de exclusión: una perspectiva biográfica. Revista de Educación, 351 (1), 211-233.

 

Compártelo
Albano de Alonso Paz
Profesor de Lengua Castellana y Literatura y Director del IES San Benito. Cruz al Mérito Civil en 2019 por su labor en el campo de la enseñanza y nominado como uno de los mejores docentes de España de 2019 por los premios EDUCA ABANCA.

Categorías
Tags: , , , ,