Docente cuarentenado
Andamiando el desamparo
Son las seis de la mañana y me despierto atontado. Recuerdo que hoy es jueves, día en que puedo decir que soy afortunado por poder levantarme más tarde, pero todos los días me despierto a esta hora y mi reloj biológico me empuja al baño. Hago rápido para volver a descansar arropado. Tengo sed, bajo a la carrera a tomar un vaso de jugo y al pasar cerca de la computadora, el protector de pantalla desaparece y el monitor se enciende. Quedó prendida desde ayer y logro divisar un mail que acaba de entrar. El tiempo en la cuarentena se vuelve laxo y cansino, y ya nadie respeta tiempos ajenos. Pero es jueves y sólo pienso dormir un par de horas más. El email es de un alumno que participa poco en las clases virtuales y me detengo a leerlo. Es de Alejandro, un adolescente quinceañero, bastante simpático y sonriente. Me explica que cada dos noches debe pasar una en un hospital cuidando a su padre, en una silla incómoda, internado por un cáncer de páncreas que avanza dando pasos agigantados y destructivos, y que por ello no puede ponerse al día con sus tareas. Pienso en Alejandro: En tres años terminará su secundario y su padre no estará allí cuando eso ocurra. Madre profesional y padre comerciante, sus condiciones de educabilidad y económicas le hicieron pasar una vida sin sobresaltos. Pero todo eso está por transformarse indefectiblemente. Él es muy joven, pero intuye que está asistiendo, desde esa silla, a un derrumbe lento de su entorno. Se me llenan los ojos de lágrimas y le brindo palabras de aliento, que no se preocupe por sus tareas, que cuente conmigo para lo que necesite, pero sé que todo lo que le diga carece de sentido. Un sol tenue comienza a asomarse en un despejado día de otoño que no se decide a enfriarnos. A pesar de ello y de mi posibilidad de continuar durmiendo. Las palabras de Alejandro me calan hondo. Se acaba de modificar mi pensamiento de que soy afortunado.
Enciendo la cafetera, me lavo los dientes y me abrigo. Los demás días este ritual se repite -monótonamente- aunque los jueves suele ser a las nueve. En estos tiempos cuarentenados todo está un poco trastocado. Un alumno o un docente puede escribirte una consulta a las 3 AM sin ánimo de molestar, y seguro sin darse cuenta. Pero el Whatsapp es implacable y eterno. No se detiene nunca. Grupos de alumnos, padres y docentes vuelcan ahí sus angustias y revelan sus miserias. Hay que calmar impaciencias y ansiedades, y por ello se vuelve absurdo que el smartphone se separe de mi mano -además de docente, soy directivo- así que no sólo debo explicar en forma virtual a adolescentes y a adultos, sino que también acompaño a docentes a transitar este mundo encerrado y virtual. Pero ya llevamos cuarenta días de reclusión y el asunto marcha. A los tumbos, pero avanza.
El contenido de los Whatsapp ha ido trocando a lo largo del aislamiento. Al principio nos bombardeaban con memes a toda hora. El humor como forma de resistencia. La velocidad de la ocurrencia era el mejor antídoto mientras el virus estaba lejos y contrarrestaba las noticias que llegaban de Europa. Pero hasta eso fue mutando. Ahora abundan docentes compartiendo noticias, directivos dando indicaciones, tratando de sostener una virtualidad lejana y complicada. Amigos preocupados por el encierro y el futuro. Noticias de casos confirmados cada vez más cerca. El contenido de los Whatsapp ha ido cambiando, pero el smartphone no deja de vibrar.
En un grupo de docentes, uno de ellos cuenta que en una escuela cercana, en la que hoy se repartían bolsones de comida a los alumnos que en condiciones normales almuerzan ahí, se acercaron varios vecinos a pedir comida. En la primera entrega, hace un mes, hubo padres que se pelearon por la poca leche en polvo que había para repartir, y se tuvo que dar intervención a la policía. Pero ahora el problema se agudizó porque vienen los vecinos a suplicar sustento, pero las bolsas están destinadas a los alumnos de esa escuela. Los docentes se turnan para ayudar en el reparto pero esta situación los desborda. El coronavirus trajo consigo no sólo el miedo al contagio, sino también, desocupación y hambre. Y esto irá empeorando a medida que pasen los días y avance el frío.
El segundo email es de otro alumno que no sabe cómo resolver el ejercicio 15 de la guía. Enciendo las luces que están encima de la mesa de la cocina, tomo papel, lapicera, calculadora y me dispongo a resolverlo filmandome con mi propio móvil. Se va de foco, enciendo la linterna para que se vea mejor, me acerco para que el audio se escuche claro y comienza la explicación. Al finalizar lo vuelvo a ver para comprobar que se entienda. Mejor hacerlo de nuevo, el pulso no me está ayudando. Queda pendiente para cuando termine el aislamiento mejorar mi propia tecnología: y así perfeccionar mis clases. La virtualidad llegó para quedarse, para acompañar las clases presenciales, queda subirlo a Youtube y compartir el link entre los alumnos y avisarles que está publicado.
En otro grupo, un docente comparte la nota “Encerrados en Internet” de Bernardo Marín @bernimarin Director de la Revista El País Retina, revista española dedicada a la tecnología, donde reflexiona sobre el futuro post pandemia y cómo han cambiado nuestros hábitos gracias al encierro. Pero el mismo docente acota “La nota es interesante, pero no hace referencia a nuestra realidad en la que el 80% de los alumnos sólo tiene un teléfono móvil para conectarse. No habla allí de los que se quedan rápido sin datos móviles, ni de los que deben compartir el aparato con sus hermanos que también estudian”.
En el tercer email, un director de otra escuela nos recuerda que es fin de mes, que los alumnos seguro ya no tendrán forma de comunicarse ni de cumplir con las clases hasta que sea mayo y vuelvan a tener datos. Que hoy y mañana no publiquemos nada. Nos cuenta que hay alumnos que salieron de sus casas y se han acercado hasta la vereda de la escuela, violando la cuarentena, para poder tener WiFi y cumplir con las tareas. Relaciono el contenido de este mail con la nota del español, donde expresa que los mayores damnificados en el uso de las tecnologías son los adultos mayores, y creo que para Europa todavía el tercer mundo sigue siendo muy lejos para ellos, y no hablo de distancias en kilómetros sino en vivencias alejadas de su propia realidad.
Son las 12 hs. me apuro a publicar, en un aula virtual, la clase que mis alumnos esperan para las 13 hs. Ya la tenía escrita pero faltaba agregarle recursos y explicaciones. Luego me apuro a comer algo porque a las 15 hs. tengo programada una reunión por Zoom con el resto del equipo directivo de otro establecimiento.
En los primeros días de encierro me hice experto en Classroom y Zoom, aplicaciones que hasta hace poco desconocía. Luego vinieron Jitsi meet, Loom, Google forms, screencastify o Idroo. Aprendí también a hacer tutoriales y a digitalizar firmas. Sumado a esto, uso dos tipos de aulas virtuales diferentes. Me paso todo el día frente a la pantalla y la cantidad horaria de trabajo es mayor a cuando las clases eran presenciales. Por suerte vivo en una casa cómoda, con buena conexión a internet, en donde podemos trabajar en paralelo, en forma virtual, mi mujer, mis hijos y yo. Me alimento bien, me baño todos los días y cobro mi sueldo todos los meses. No es que sienta culpa, pero sé que estoy “parado” en un lugar mucho mejor que la mayoría de mis alumnos, a quienes los docentes dedicamos mucho tiempo de cada día en contenerlos.
Son 17.30 hs. y terminó la reunión caótica, donde prevalecieron los problemas y la incertidumbre. Nadie sabe cómo seguir, cómo se educa en la virtualidad con docentes y alumnos que no están acostumbrados ni preparados para ella. La mayoría de nuestros alumnos no tienen internet ni dispositivos para conectarse. Muchos de nuestros docentes desconocen la educación virtual y no están actualizados. Se deciden capacitaciones a docentes y alumnos. Se deben resolver muchos problemas y nadie sabe bien cómo. Se discute mucho y se termina la reunión con el gusto amargo de seguir posponiendo decisiones y nos llevamos de tarea pensar resoluciones a muchas inquietudes. Tengo que pensar cómo tomar los exámenes a los alumnos que se están por recibir. Cómo conseguir alimentos para hacer más bolsas de comida que las que manda el municipio. En la reunión se propuso que los docentes -que así lo deseen- le carguen el celular a algunos alumnos que no tienen conexión. Tenemos que averiguar el modo en que tomar docentes nuevos y tratar de organizar las clases virtuales para que los alumnos no se mareen y bajen los brazos. Todo es prueba y error; sin olvidar la distancia. Todo es acompañar para no herir susceptibilidades ya lesionadas por el encierro y la soledad. Todo es explicar en forma virtual a alumnos que se inscribieron para cursar en forma presencial, que no tienen ni la comodidad, ni la conexión, ni las condiciones para la virtualidad. La escuela es, por definición, un encuentro entre seres humanos. Pero ese encuentro produce resultados, florece si es real. En la virtualidad todo es ancho y ajeno.
El teléfono siguió vibrando durante la reunión. Un docente me avisa que en el Ministerio de las Mujeres, Género y Diversidad han publicado números de Whatsapp para compartir con nuestras alumnas. A esta altura todos los docentes sabemos que si hay síntomas de coronavirus se debe llamar raudamente al 148. Si hay casos de abusos o violencia de género, que se han multiplicado gracias al aislamiento social preventivo y obligatorio, se debe marcar 144 o cualquiera de los números que hemos compartido con nuestras alumnas. Según un informe de las Naciones Unidas, las denuncias por violencia de género aumentan un 39% en Argentina durante la cuarentena por el coronavirus y, desde que comenzó el confinamiento, el 20 de marzo, se han producido 45 femicidios. Este es otro de los temas en que los docentes nos hemos vuelto especialistas. En denunciar, acompañar, contener y socorrer. En estos tiempos el verbo enseñar se ha ido posponiendo.
Hoy se cumplen 15 días desde la maravilla. En la primera semana de clases, la única presencial, mis alumnos de 5° se hicieron de un apunte con repaso de temas vistos en años anteriores. Cuando empezó la virtualidad seguimos conectados vía mail. Resolvía ejercicios filmándome, enviaba los videos, y luego contestaba dudas por mail. Una comunicación fría y distante, pero para trabajar temas ya vistos alcanzaba. Pero justo hace dos semanas hicimos la primera videoconferencia. De treinta y dos alumnos lograron conectarse diez, a veces doce. Con este grupo ya nos conocíamos desde 4°. Hola profe. Profe, qué bueno verlo. Profe, tanto tiempo, lo extrañabamos. Fueron los primeros comentarios al ir apareciendo sus rostros en la pantalla. Hice un comentario gracioso acerca de mis rulos, a pesar de usar siempre el pelo muy corto e hice referencia a los cambios que nos viene sometiendo la cuarentena. La maravilla la expresó Miguel sin darse cuenta. Qué bueno verlo profesor, arrancó Miguel como dudando. Usted sabe lo que me cuesta su materia, y aunque hubiera mandado diez videos más, yo nunca hubiera entendido. Corté la risa de los demás con un: Acá volvemos a estar juntos, así que lo que necesites no dudes en preguntar. Gracias profe, lo voy a interrumpir seguido, continuó, y la risa de los demás no tardó en aparecer. Usted me conoce bien, sabe que voy a insistir. Pero en el aula era distinto. Usted se acercaba, se sentaba al lado mío y me explicaba. Decía lo mismo, pero con otras palabras, y en algún momento, yo entendía (sic). Y si eso no ocurría, usted siempre tenía una sonrisa, o una palmada en el hombro como forma de dar ánimo. La maravilla que acababa de expresar Miguel, con sus dudas y sus angustias, asestaba un golpe mortal a todos aquellos augurios sobre la muerte de la institución escolar. También silenciaba a todos aquellos presagios sobre la pronta educación virtual para todos. Los docentes venimos soportando desde hace mucho el descrédito sobre nuestra tarea y lo vetusto y prehistórica que es la escuela. Pero esos infaustos nunca entraron a un aula, no saben de vivencias ni de relaciones, mucho menos de subjetividades y descubrimientos personales. En la escuela se viven odios y amistades, amores y frustraciones, pequeñas victorias y vapuleadas persistentes. En la escuela se descubren y refugian sentimientos que fuera de ella se escondería para lograr la subsistencia. En la escuela se vive, muchas veces al día, la maravilla del encuentro entre personas como las que acababa de describir Miguel.
Otro docente, en otro mensaje, nos comparte una nota de un diario de la provincia de Entre Ríos: “Cómo impacta el encierro en los niños: cambios de conducta, casos de sobrepeso y abuso del celular”. Pienso en mis hijos y en todos los otros niños y adolescentes que están encerrados. Pienso en las cientos de realidades que no vemos, que no conocemos. Pienso en cómo los docentes, muchas veces sin saberlo, les complicamos esas realidades al usar distintas plataformas y no haberles explicado cómo usarlas. Pienso en las angustias que provoca el encierro y la imposibilidad de llevar una vida común para cualquier adolescente. Algunos afortunados se refugian en las redes, pero otros no tienen esas posibilidades y hay hogares que agobian, encierros que atrofian mentes, silencios oscuros que esconden realidades miserables. Mientras tanto, muchos de mis colegas siguen preocupados porque en su Classroom los alumnos no entran ni participan.
Al finalizar el día me doy cuenta que respondí más de 25 emails. Entré varias veces a las aulas virtuales. Grabé y subí dos videos. Tuve dos reuniones por Zoom y cientos de mensajes para responder. Planifiqué dos evaluaciones y tuve que rendir cuentas ante un directivo de por qué algunos alumnos no se conectaban (Hay muchos directivos que nunca entienden nada). Preparé una clase para alumnos de secundaria en Word, se la pasé a la preceptora para que la suba al Drive de la escuela, para que de ahí la suban al Facebook institucional, por si hay alumnos que no entran al Classroom (como los directivos usan FB, creen que los adolescentes también la usan). Como directivo también tengo que subir datos de los alumnos a una plataforma del Ministerio de Educación, pero esa información está en la escuela. Obviamente a los del Ministerio no les interesa que haya cuarentena y que yo no pueda acercarme a buscarlos. Se debe cumplir con los plazos, me contestaron.
A última hora de la noche me desplomo en la cama. Por un rato estaré sólo. Mi familia estará hasta tarde con alguna serie o comunicados con sus amigos. Dejo el teléfono en la mesa de luz previo confirmar la alarma para las seis. Miro el techo y me pongo a pensar: me siento dichoso de estar encerrado con ellos, pero extraño mucho a mi madre y a mis hermanos. Tengo tantas ganas de ver a tantos amigos que los abrazos se me están acumulando. El teléfono sigue vibrando y temo que no deje de hacerlo nunca. En estos tiempos claustrofóbicos, ponerlo en modo avión logra que pueda descansar de él algunas horas. Pienso en las tareas que hice hoy y en la cantidad indescriptible que tengo que hacer mañana. Pero, indefectiblemente, vuelvo a pensar en Alejandro que, a esta hora debe estar buscando una silla, en un frío pasillo de hospital, para sentarse junto a su padre. Los ojos se me vuelven a humedecer y comprendo que el sueño tardará en venir.