Permítame presentarme
Siendo este mi primer escrito, permítame presentarme, dicen en algunas regiones de mi país México. He recorrido el quehacer docente desde que estaba en el vientre de mi madre, tal vez desde mucho antes si pensamos que el destino donde uno se concibe, nace y crece era cohabitado por dos maestros normalistas, mi padre y mi madre. Siendo muy niña, no solo escuchaba sus historias y observaba sus jornadas de intenso trabajo en las aulas desde rurales hasta aquellas situadas en privilegiadas escuelas de nuestra ciudad. En muchas ocasiones las vivía, cuando de su mano me llevaban a sentarme en esas aulas y convivir como un alumno más de su recinto.
Desde muy niña, tuve la fortuna de conocer directamente todos los caminos que un docente tiene que conducir independientemente de los privilegios y carencias que tenga la escuela donde imparte clases. Porque si algo le he aprendido a mis padres es que todos podemos ser oprimidos por sistemas de educación que nos limitan a ver solo nuestras carencias o abundancias sin permitirnos abrir la mente, el corazón – ¿por qué no? – el espíritu hacia realidades diversas, distintas, ajenas o similares. Es ahí donde de manera inconsciente empecé a despertar mi interés por la educación y su ejercicio en el aula.
En mis años de niñez, pretendía ser la maestra estricta, esa que no se doblega y es segura de tener todo el conocimiento bajo su dominio. Me gustaba que mis hermanos y primos – quienes pretendían en la dinámica de juego ser mis alumnos – me temieran, no sé de dónde tomé ese perfil ajeno a mis padres, tal vez porque mi inmadurez limitaba el comprender que un maestro que se respeta no es aquel que atemoriza a sus alumnos. Poco a poco fui suavizando mi dura dirección de juego por una que estaba dispuesta a escuchar a sus pupilos y entonces el juego dio paso a la realidad. Tenía diecinueve años la primera vez que tuve la oportunidad de diseñar un currículo, impartir un curso y tener alumnos de la vida real.
Estaba cursando el programa de ingeniería en la universidad y había que cumplir con horarios de servicio social voluntario. El Hospital Militar de mi ciudad había requerido, a mi universidad, el desarrollo de un programa para sensibilizar a los médicos, de formación militar, en el trato y seguimiento a sus pacientes sobre todo aquellos en fase terminal. ¡Éramos unos jóvenes! Temerosa al lado de mis compañeros, decidimos crear el programa, las clases, los horarios, actividades y contenidos. Nada podría ser más retador que antes de tus veinte y con la sola experiencia de dar clases en un aula de juegos, y observar a tus padres impartir su cátedra, tuvieras la posibilidad de crear un programa corto de capacitación para médicos militares.
No tengo las imágenes claras del trabajo de planeación solo recuerdo la intensa jornada, los nervios, la incertidumbre y la adrenalina de tener la osadía de instruir a personas cuya diferencia de edad era casi el doble de años, pero así pasaron los días, y el turno, al lado de un compañero, para dar el taller. Recuerdo de forma vaga, tal vez por los nervios sentidos de ese ayer, de mi entrada al hospital y a la sala de juntas. Médicos militares todos vestidos de blanco con esplendorosa e inmaculada pulcritud, y ahí dos jovencitos en sus casi veintes pretendiendo instruirlos y guiarlos para mejorar su servicio al paciente, seguir siendo efectivos como médicos, pero con prácticas humanistas para alentar a quien poca esperanza tiene de vida.
A veces me pregunto si fue la audacia, la buena asesoría de nuestra profesora, la bondad de los médicos, el ímpetu de la juventud arriesgada o realmente tenía que iniciar mi recorrido como educador de esta forma; “aventándome” sin otra experiencia más que la creatividad de los años juveniles, el deseo de aprender, y el reto que esta experiencia me traía. De esta forma inicié mi caminar docente y debo citar que después de un par de meses el hospital regresó para solicitar la extensión de los cursos, le preguntaron a mi profesora “¿Qué hicieron estos jóvenes, que los médicos desean pasar más tiempo con ellos?”. Esta interrogante fue un primer destello de lo que es realmente el ser educador, el ser acompañante más no impositor, el compartir conocimiento más no exigir su memorización, el dialogar para crear una comunidad de aprendizaje, el instruirse, pero también seguir la intuición como un camino de autoconciencia personal y de quehacer pragmático porque el maestro no solo estudia sino también debe auto observarse, reconocerse, identificar sus debilidades y fortalezas. Al inicio y final de la jornada docente, cuando el aula está llena y cuando queda vacía, los maestros y maestras somos seres humanos.
Desde aquel salón de clases, improvisado en casa de mis abuelos, los días que han pasado y hasta las jornadas que debo llevar a cabo en días próximos representan sin duda una tarea diaria y abierta hacia la estimulación de mi quehacer docente, la exigencia de una preparación constante, la documentación de lo que acontece en el recinto donde trabajo y el saber discernir entre lo que representa un potencial, un reto e incluso una fortaleza. La vida del docente es de las menos estáticas, ni siquiera debería estar marcada por un libro de texto porque se sabe que la discusión y la apertura al conocimiento exige -sin excepción – el estar en constante movimiento y reflexión. Los contenidos curriculares despiertan conciencias en los educandos, pero estimulan la tarea del maestro porque nada es perpetuo y en este mundo cada vez más conectado por los medios sociales electrónicos se sabe que la información cambia de un segundo a otro.
Sin embargo hay algo que sigue siendo la línea que ayuda a definir el rol del profesor, y es aquella que no se aprende en el recinto universitario, en una normal o en un curso de capacitación; se vive cada día con la interacción entre profesor y alumno, el quehacer en el aula, la compañía de los colegas, las exigencias del mundo actual, los lineamientos de las políticas educativas e incluyendo a partir de lo que se tiene y se carece. Porque el educador debe aprender que una preparación y planeación de sus clases son fundamentales, pero debe, estar preparado sin excepción, para improvisar y responder a lo que inesperadamente puede acontecer en el aula desde un intercambio de ideas entre profesor y pupilos hasta el reconocimiento de que lo planeado no siempre sale como se espera.
En esta invitación a conocernos quiero ser sincera y compartir que, así como he tenido experiencias satisfactorias también he vivido retos que no he podido superar en su momento, y que han representado largas jornadas de auto reflexión, capacitación y autoconocimiento de lo que debo y no hacer. La tarea de enseñar, así como la de aprender es un acto humanista. Al ser un acto donde los protagonistas son seres humanos, sería erróneo asumir que todo será perfecto y calculado porque es el movimiento de ideas, conocimientos e interacciones lo que da vida al acto de enseñar y aprender. Este acto debe, sin excepción, ser recíproco porque ni el profesor lo sabe todo, ni el educando ha llegado a la cúspide de su conocimiento. Aquellos que pretenden asumir un rol como educador dominante de un acervo intelectual habrá de debilitar su servicio cognitivo y su dualidad de que se es maestro, pero también un eterno aprendiz.
Permítame presentarme, y compartirle que estudié una licenciatura y maestría en sistemas de información, y que fue una de mis sinodales en este último grado que me preguntó durante mi ensayo de presentación de tesis, ¿nunca has pensado en ser maestra? Y fue esa pregunta que me sacudió, había quedado en descubierto lo que muchas veces dejaba guardado como una decisión errónea, mis deseos lo habían visto otra persona en mí, y fue esa pregunta que me abrió el compromiso de aceptar lo que por herencia, compromiso y pasión me ha sido heredado desde la cuna pero que también he tenido que cultivar y pulir a través de una trayectoria de más de veinte años trabajando en recintos académicos y aulas. Me he atrevido a redefinir mi rol de docente no solo por el hecho de impartir cátedra sino por la interacción que pueda tener con estudiantes porque todo aquel que trabaja en una escuela debe verse como un educador pues su desempeño y labor coexisten en el ecosistema educativo, y su interactuar con el alumnado puede influir de variadas formas.
He iniciado este espacio con una reflexión personal para invitarlos a que me sigan leyendo, que juntos aprendamos, reflexionemos y seamos permisivos al reconocer lo que hacemos con eficacia y lo que necesitamos fortalecer porque ser educador no es solo un acto humanista, es la práctica diaria del reflejo de quien desea instruir y por lo tanto no lo sabe todo, aunque así lo pretendiera. Permítame presentarme soy Nadia Yolanda Alvarez Mexia, mis apellidos sin acentos porque así me registraron, el segundo con “x” porque heredé un error ortográfico, y dos nombres porque uno lo eligió mi padre y el otro mi madre. Hoy me defino como una educadora inmigrante, con una identidad en constante transformación y sin desprenderme de mi rol de educadora, vivo fuera de mi país de origen y eso me ha enseñado a navegar en diferentes sistemas educativos, pero también a reconocer que en todos se carecen y se crean oportunidades.
Choque, L. R. (2009).Ecosistema educativo y fracaso escolar. Revista Iberoamericana de Educación, No. 49/4, 1-9.
Freire, P. (1968). Pedagogy of the oppressed. New York: Herder and Herder.